Un reciente mensaje navideño, me hizo reflexionar y situar mejor el sentido de la convivencia humana desde la perspectiva cristiana. Por su carácter diferente, etimológico y oportuno, lo sintetizo y transfiero, con la finalidad de acercarnos mejor el verdadero origen de la convivencia:

La soledad para los seres humanos la muestran nuestros ojos, entre el silencio y lo escondido. Es una soledad poblada de aullidos (Dt 32, 10), donde reina el miedo, la angustia, la nada, la intemperie, la desprotección, la amenaza; escasea un reconocimiento positivo, un gesto de amistad. ¡Cuánta agresividad y violencia genera esta soledad!.
Otros viven en una soledad sin caminos (Salmo 107, 4), sin sentido, sin orientación, sin señales. La soledad más irascible es la calamitosa orfandad, que el ser humano se ha ido fabricando a lo largo de la historia, alejándose de toda protección que nos llevaba a ser de la familia de Dios, simulando libertades que nos han precipitado a la más horrible soledad en una cadena de pérdidas irreparables: sin padre-madre, sin hermano-hermana, contaminando toda otra relación. El mundo no solo se deshabita de Dios sino que se deshumaniza como consecuencia inmediata, provocando las soledades humanas que cada vez son más frecuentes e ineludibles.

El hombre y la mujer, están en el vacío, en el agujero. Esta oquedad es una carencia y también una disposición vital de espacio para ser llenado, y habitado.
De esta gran carencia arranca al fin un clamor, la misma precariedad abrirá el seno de la tierra más inhóspita implorando la lluvia benéfica. En este paisaje ruega el salmista: Acuérdate de mí, Señor, visítame con tu salvación (Salmo 105, 4).
La llamada del ser humano a ser visitado por Dios, para que se de un encuentro, un cara a cara, un diálogo, una compañía. El clamor del hombre ante su soledad se aúna al deseo de Dios, no es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18).
La gracia más grande recibida por el ser humano ha sido Su visita, como requerimiento, y voluntad de Dios de encontrarse con él, plan trazado desde antiguo (Ef 1, 10). En la Persona de Jesús, el Hijo, Dios nos visita inaugurando su presencia definitiva entre nosotros. La Encarnación y la Natividad del Señor Jesús son el Pórtico de esta visita y Presencia entre nosotros, llenando con su plenitud nuestra antigua oquedad y vacío, y restaurando la orfandad y el deseo de amar y ser amado.

La visita de Dios responde al clamor humano y afianza el lazo que nos liga a Él, y abre el tiempo de una convivio donde ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni criatura alguna pudo jamás imaginar (Cfr. 1 Cor 2, 9). Dios ha querido convivir con el hombre, desde el principio de la vida hasta el fin, conociendo las alegrías humanas y sus sinsabores, compartiendo nuestros trabajos, cargando con nuestros crímenes y alentando nuestra débil esperanza. Dios se ha hecho uno de los nuestros en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne.
Si fuimos llamados para vivir en la communio Dio, la Comunión con Dios, hemos sido doblemente agraciados con la convivencia con Dios, la convivio Dio, en la carne, por Jesucristo Nuestro Señor. Así la communio con Dios se hizo convivio y la convivio, que hizo posible la Encarnación, se hará communio definitiva, redención última para el hombre, eterna vida en Dios.
Esta convivio entre el hombre y Dios dará sentido a la misma convivencia humana, que será una imagen y fruto de aquella que se vive en el seno de la Trinidad. Ninguna soledad nos es ajena al cristiano, ni tampoco nos son indiferentes los caminos que conducen a ella. Por eso, desde donde quiera que estemos hagamos lo que Él ha hecho con nosotros. Acerquémonos a cualquier soledad, oquedad, orfandad y clamor humano, llevando con nuestra visita la comunión, la solidaridad, y la convivencia que la presencia de Dios quiso en medio de nosotros, y denunciando todo aquello que la hace inviable. En esta mutua relación está el sentido de la vida humana.

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